Seguramente conoces la parábola de la rana hervida: si se intenta meter una rana en agua hirviendo, ésta huirá despavorida; si se hace en agua a temperatura ambiente que va calentándose poco a poco, la rana se acomodará a ella hasta morir cocida. La rana, aturdida, no sabrá reaccionar al calentamiento gradual que le costará la vida. El instinto le obliga a responder a las amenazas repentinas y bruscas, pero su mecanismo de supervivencia no está preparado para detectar los cambios lentos. ¿Padecemos el síndrome de la rana hervida? Sé de más de cuatro que podrían aplicarse el cuento y saltar cuando todavía están a tiempo. No sé si no lo hacen porque no sienten que su entorno se ha convertido en una amenaza: si no sienten, no padecen. O si no lo hacen porque, aun sintiéndolo hostil, siguen pensando que no ha llegado el momento de dar el salto. En cualquiera de los dos casos, ignorancia o indiferencia (ni lo saben ni les importa), pueden terminar tan cocidos como la rana.
Estiramos la parábola. Hay también quienes entran con gusto en el agua fresquita y gozan de ella, cada vez más cálida, queriendo creer que el punto de ebullición es el primer paso hacia su conversión de ranas en príncipes azules. No lo serán, ni escaldadas. Aunque nunca escarmentemos en rana ajena, advertidas quedan.